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León Felipe

Muy distinto a los casos de Donato, Bartolozzi y Antoniorrobles es el de León Felipe; si los anteriores, como vimos, eran auténticos profesionales de la literatura infantil, el poeta zamorano, en cambio, no llegó a escribir ninguna pieza expresamente para ellos. No obstante, su obra El Juglarón ha sido representada en varias ocasiones para público infantil, lo que merece cuanto menos una reflexión al respecto. En el prólogo a su edición, el poeta explicaba que se trataba de una serie de guiones que escribió junto a Berta Gamboa, por encargo para la televisión mexicana, y por tanto, para un público de cualquier edad:

Estos cuentos del Juglarón fueron, primeramente, arreglados y dramatizados para programas de un cuarto de hora, en los comienzos de la televisión mexicana. […] Los hice con gusto, como deporte y divertimento. Yo y mi mujer, que me ayudaba siempre en las pequeñas y grandes aventuras, nos reíamos mucho haciendo estas cosas intrascendentes en los ratos de ocio y de lectura.

Finalmente, estos guiones no llegaron a retransmitirse, por lo que, tras un proceso de selección, fueron adaptados para el teatro: “Luego, de aquellas dramatizaciones que se perdieron y no sé cuántas fueron se salvaron estas ocho nada más. Yo las organicé más tarde, ya muerta mi mujer, en una pieza teatral”. El estreno de esta adaptación teatral tuvo lugar en el Teatro Moderno de Ciudad de México en 1957, con dirección e interpretación de Edmundo Barbero y escenografía de Manuel Fontanals. Ni el texto ni la puesta en escena se dirigían específicamente al público infantil, sino a un público de todas las edades, tal como anuncia el autor por medio del protagonista en el Pregón inicial: “… cuentos para los niños y las mozas, / Para las comadres y los viejos, / Para el delfín y la infantina… / Para los galeotes y los presos…”. Sin embargo, uno de los críticos de la prensa mexicana la encontró muy adecuada –aunque no sin algún reparo– para el público infantil:

Suprimiendo a lo más, dos palabras un poco fuertes para oídos muy castos, encontramos que los ocho cuentos que integran las dos partes de Juglarón que presenta León Felipe en el teatro Moderno, resultarían magníficos para el noble fin de divertir espíritus infantiles. (Maria y Campos, 1957).

Algo más adelante, este crítico insistía en su valor educativo: “Un espectáculo para familias, en suma, que debiera ser patrocinado con mayor entusiasmo por los pater familia que tanto descuidan la educación de sus tiernos retoños” (ibíd.). No obstante, pese a la buena acogida que obtuvo en su estreno1, la recepción del público en los días posteriores no debió ser muy favorable, según el testimonio del propio autor (“No tuvo mucho éxito y ya no volví a hacer caso del tal Juglarón”)2, por lo que, siguiendo el testimonio del poeta, después de aquel estreno no volvió a intentar rescatar esta obra, hasta el punto de que se salvó del olvido casi por casualidad (“andaba por ahí como anda el restito de mi hacienda, desperdigada, desdeñada y casi perdida”), gracias a que el actor Edmundo Barbero guardaba su copia3.

El texto, tal como nos ha llegado, gracias a su publicación por Alejandro Finisterre (México, 1962), consta de dos partes, cada una de las cuales consta de cuatro cuentos escenificados procedentes de otros tantos guiones. Todos ellos tienen como hilo conductor la presencia del Juglarón al principio y al final de cada historia (el propio poeta decía haber “hilvanado” las piezas “en la figura socarrona y marrullera de un viejo vagabundo y juglar…”), así como la de unos duendecillos vestidos de gris que lo acompañan y que realizan los cambios (mínimos) en el decorado. León Felipe construye así una estructura, próxima a la de un cuentacuentos, mediante la cual dota a las piezas de unidad formal y conceptual. En el Pregón con que inicia la obra, el poeta se refiere al tratamiento que ha dado a los cuentos originales como un trabajo de “carpintería”, de adaptación formal al molde de la escena:

Cuentos traducidos a un lenguaje infantil, / universal, teatral y poético. / Yo no hago más que darles vida, / dramática forma y movimiento, / para embutirlos en la escena, / para acomodarlos y meterlos / en este ciclorama, en esta concha vacía como el mundo / antes del Génesis y el Verbo. / A veces los acorto, los alargo, / los cepillo y los remiendo, / con las humildes y atrevidas / herramientas carpinteras de mi ingenio.

Aunque el Juglarón no narra las historias, sino que estas son escenificadas por distintos actores, sí las presenta y las cierra, ofreciéndonos su punto de vista. No obstante, y a diferencia de lo que es común en muchas obras “infantiles”, este punto de vista, lejos de ser unívoco y enfocado a la extracción de una moraleja, estará cargado de ironía, de lenguaje poético difícil a veces de comprender y menos aún de extraer de él normas de conducta explícitas.

Ello no obsta para que el conjunto de la obra lleve implícito un mensaje moral inequívoco, pues la mirada del personaje protagonista, bajo la cual se unifican las distintas historias, está llena de comprensión y de compasión hacia todos los seres que contempla. Y como su personaje, el propio poeta mantiene una actitud de profundo respeto hacia las historias que recrea, hacia la gente humilde que las creó y las transmitió de generación en generación. Desde un concepto próximo al unamuniano de la intrahistoria, León Felipe nos habla a través de su protagonista acerca de las verdades que encierran los cuentos populares, en contraposición con la falsedad de muchas historias que se presentan como importantes:

Nació en el tiempo oscuro y escondido en que aún no se conocía el calendario y los relatos comenzaban siempre como las parábolas: “Había una vez…”, “Por aquellos días…”, “In illo tempore…”. Quiero decir que nació en la época de Mari-Castaña. Mari-Castaña es una vieja historiadora a la que le han atribuido muchos embustes y patrañas. Calumnias todo. Mari-Castaña es más veraz y respetable que la historia metódica. Suya es esta sentencia: “Si atentamente miras, has de hallar en la vida atrocidades. Las historias repletas de mentiras… y las fábulas llenas de verdades”.

Tanto en la voz del protagonista como en las historias que relata van a estar presentes muchos de los valores que el folclore narrativo ha ido transmitiendo a lo largo de la historia: la generosidad, la valentía, la compasión hacia los más débiles y un sentimiento de fraternidad universal que deja al borde del ridículo a quienes violentan estas leyes no escritas de los cuentos populares. Así, en la primera de las piezas, La mordida, se contraponen la bondad y generosidad de Simplicio frente al egoísmo de quienes pretenden aprovecharse pidiéndole una comisión de la recompensa que le ha de entregar el rey. La ingeniosa respuesta de Simplicio será pedir una “recompensa” que los funcionarios corruptos nunca hubieran imaginado. El abad de San Gaudián se basa, según el propio autor, en una leyenda que conoce a través de Valle-Inclán. En ella el bandolero que intenta robarle al abad acaba sirviéndole como sacristán, amedrentado por la firmeza y el valor de aquel. La primera confesión, basado en un cuento irlandés, retrata con ironía y no poca ternura a un tremendo criminal: un niño que desea matar a su abuela y a otros allegados porque le hacen la vida imposible negándole propinas y similares. La mirada benévola y la inteligencia burlona del sacerdote que le confiesa lograrán hacerle cambiar de idea. Justicia parte de un relato del Quijote, el mismo en el que se basó Alejandro Casona para componer Sancho Panza en la ínsula, y finaliza con la siguiente proclama del Juglarón: “Un día todos sabemos hacer justicia. Lo mismo que la hace el Rey la hace su último siervo. Igual que el Rey Salomón la hizo Sancho el escudero”.

En la segunda parte del conjunto, el poeta juega con las expectativas del espectador; si a estas alturas alguien esperaba aún una obra naif o ingenua, las escenas que siguen se encargan de desmentirlo. Así, la primera de ellas consiste en la escenificación de un romance, La princesa doña Gauda, de la que el propio Juglarón advierte: “Son platos fuertes estos romances de ciego o de cordel, como se les suele llamar algunas veces… Yo se los sirvo solo a ciertos comensales, que no todos tienen paladar para estos guisotes sanguinarios…”. A continuación, anuncia una pieza de tono muy diferente: “Pero ahora necesitamos otra cosa… algo tierno, inocente y consolador. Meteré la mano por el rincón de los cuentos infantiles y arcangélicos… A ver si doy con una blanca palomita…”. Pese a lo anunciado, El pastelón del bautizo no es menos truculenta que la pieza anterior, pues trata sobre un verdugo y un prófugo que se refugian en una fiesta familiar durante una tormenta. El propio narrador confiesa que ha “desfigurado” el cuento del que partía (un cuento inglés de Tomás Hardy) porque “tenía yo muchas ganas de matar a un verdugo… y con su propia hacha… Soy un criminal… un sádico y cruento criminal”. Pese a ello, lo que de esta historia se desprende no es sino “un alegre canto a la gloriosa libertad”, en palabras del propio autor4. La barca de oro es la historia de unos pícaros que estafan a un comerciante; lo que la distingue de otras historias de pícaros y engañados es la mirada compasiva y comprensiva de León Felipe sobre sus personajes, víctimas todos ellos en última instancia. (Valga como ejemplo la descripción que hace el Juglarón del personaje estafado: “Es un comerciante astuto… y misericordioso. Tiene un corazón ambicioso y compasivo. Aunque suene a paradoja, es un comerciante sentimental”). La última de estas piezas, Tristán e Isolda, es una historia en la que el amor y la generosidad de los amantes triunfan sobre las trampas del destino.

Todas estas piezas, como se dijo, aparecían hilvanadas por las intervenciones del Juglarón, las cuales fueron calificadas por uno de los críticos que asistieron al estreno como “las más bellas líneas del espectáculo, y tal vez las más bellas que en escenario alguno de México se hayan escuchado recientemente […] ritmadas y rimadas por la mano maestra de un poeta consagrado, y cargadas de un contenido poético que no es usual encontrar en los teatros” (Solana, 1957).

1 Según el testimonio del crítico del diario Siempre, Rafael Solana, el público de la sala estuvo formado “en su mayor parte por admiradores y amigos” del poeta, que le tributaron “una de las ovaciones más largas, más sinceras, más entusiastas y cariñosas que se hayan oído jamás en teatro alguno de México” (Solana, 1957).

2 El propio Rafael Solana, en su crítica, advertía de que “la falta de renombre” de los intérpretes podía dificultar la asistencia del público (Ibíd.).

3 “[…] mi amigo el actor Edmundo Barbero […] conservaba el manuscrito del traspunte. Este manuscrito ha servido para que mi otro amigo, Adolfo Ballano, hiciese unas copias benedictinas casi en papel de oro, y luego para que un tercer amigo, Alejandro Finisterre, apoyándose en una de estas copias, con su proverbial generosidad, salvara definitivamente en esta preciosa edición de la destrucción y del olvido al vagabundo y extraviado Juglarón”.

4 “No he querido hacer un alegato granguiñolesco para que mi amigo Buñuel lo pudiera filmar. El cuento ha quedado envuelto en unas notas líricas y en una atmósfera poética…”, escribe el autor.